No sé si lo recordáis, pero el año pasado le hice a mi madre por su cumpleaños una tarta de zanahoria que estaba muy rica pero que sufrió algún percance en el traslado desde mi casa a la suya y llegó con la cobertura un poco accidentada. Para evitar sorpresas, este año me había puesto en plan profesional, con portatartas y todo… y resulta que para lucirme elegí una receta de tarta de sirope de arce y pacanas que resultó ser un fracaso de proporciones bíblicas. Ya cuando metí la masa en el horno supe que algo no iba bien, porque la mezcla era un engrudo en el que la mantequilla se negaba a ligarse con el azúcar, el azúcar estaba diseminado en grumos por todo el molde y los huevos iban a su rollo sin hablarse con el resto de los ingredientes. Acabé con dos pisos de bizcocho plano, gomoso e irregular (eso sí, de sabor no están mal, ¡pero es que teniendo sirope de arce y pacanas sólo faltaría!).
Imaginaos el panorama: media mañana y yo sin duchar, en pijama, con mis pelos de loca y sin tarta de cumpleaños ni plan b. Menos mal que entre mis libros de cocina está el del Clandestine Cake Club (si no lo tenéis, ya estáis tardando en comprarlo: sus tartas y bizcochos son geniales y a prueba de torpes) y que casualmente mi despensa estaba preparada para un apocalipsis zombie. Después de rebuscar un rato encontré una receta que podía hacer con lo que tenía por casa: adapté un par de ingredientes, crucé los dedos, horneé lo mejor que pude… y llegué a casa de mi madre con una fantástica tarta de café y chocolate de aspecto algo rústico (culpa mía, que me negué a recubrirla entera de buttercream porque aún sigo empachada de dulces navideños, aunque le puse un corazón de cacao en medio para disimular), pero de textura super esponjosa y sabor estupendo. ¡Si no llego a confesar el drama de mi tarta de arce y pacanas, creo que nadie hubiera sospechado nada!
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